Siete de mayo de mil novecientos noventa y nueve. Sevilla. Los minutos parecían horas. De pie, esperando, ella debería aparecer de un momento a otro. Iba a venir. Estaba claro que iba a venir, pero Dios, que larga se hacía esa espera…
Entonces, apareció. Llevaba un pichi negro, con una blusa blanca. El pelo recogido, como lo llevaba siempre. Estaba preciosa. Casi tanto como lo iba a estar doce años después. Estaba radiante. Podía ver la luz que desprendía. Todo se iluminaba a su paso, y disfruté ese momento desde que la vi aparecer hasta que llegó a mí, como si no hubiera otro momento en el mundo. Dos besos en las mejillas, unas torpes palabras, y empezamos a dar un largo paseo.
Aquel siete de mayo, había bajado a Sevilla para hablar. Como lo hice aquel viaje en marzo. Había visto la foto, había recibido la llamada de mi primo David, contándome que la amiga de Ana había hablado de más… Todo encajaba, todo iba sobre seguro. Pero su carta no me daba esperanzas. Se suponía que teníamos que hablar. Pero no encontraba la manera. ¿Cómo demonios iba a empezar a hablar del tema?
Tuvo que ser ella quién me dijera que teníamos que hablar. Y así lo hicimos. Fuimos al Picalagartos, ese bohemio bar cerca de la Catedral. Y allí empezó la conversación. Pusimos las cosas claras. Hablamos del viaje, de todo lo que pasó. Hablamos de mis llamadas a su casa desde la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. Hablamos de nuestros sentimientos, y de lo difícil que sería una relación a distancia. Sí. Había algo. Había magia. Pero las circunstancias eran muy adversas.
Parte de mis esperanzas se quedaron en el Picalagartos cuando salimos. Ella era demasiado realista. Yo estaba demasiado enamorado. Caminamos hacia la Catedral. Y apareció la Puerta del Perdón. Allí estaba el poyete donde nos sentamos y nos hicimos la foto que cambió mi vida.
Nos sentamos igual que nos sentamos cuando nos hicimos la foto. Sentimos lo mismo que sentimos aquel veintiuno de marzo. La diferencia fue, que esta vez no podía dejar pasar la oportunidad de mi vida. La rodeé con mis brazos con una mezcla extraña de fuerza y ternura. Lentamente, acerqué mi cara a la suya. Mi corazón empezó latir como nunca antes lo había hecho. Nuestros rostros se acercaron. Nuestros ojos se cerraron. Y nuestras almas se fundieron en el beso más dulce que jamás puede imaginar…
Siete de mayo de dos mil once. Villanueva de los Infantes. Los minutos parecían horas. De pie, esperando, ella debería aparecer de un momento a otro. Iba a venir. Estaba claro que iba a venir, pero Dios, que larga se hacía esa espera…
Entonces, apareció. Llevaba un vestido blanco, palabra de honor, y una chaquetilla que le cubría los hombros. El pelo recogido en un moño. Parecía una princesa. Era la princesa de mi cuento de hadas. Mi madre me pidió que no me emocionara. Pero mientras se acercaba al altar, no pude evitar llenar mis ojos de lágirmas, recordando el siete de mayo de justo hacía doce años…
Han pasado diecinueve años desde el primer siete de mayo. Siete años desde el segundo. En todo este tiempo, la vida ha sido intensa y ha pasado rápido. Nos ha quitado a seres muy queridos, pero nos ha regalado tres tesoros eternos. Lo bueno, es que ella siempre ha estado a mi lado… Y no puedo dejar de quererla desde como lo hago desde aquel siete de mayo de mil novecientos noventa y nueve…
Te quiero mucho, Ana. Siempre te he querido. Y siempre te querré…
PD: La foto es de un reportaje extra que nos regalaron los fotógrafos de boda. Podía ser en cualquier sitio. Elegimos vestirnos de novios en Sevilla, y hacer como si nos hubiésemos casado allí… Por supuesto, no podía faltar una foto en la Puerta del Perdón, en la misma posición que doce años antes…